29 de septiembre de 2011

"ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir"


Un 29 de Septiembre del 76 Victoria Walsh elegía morir dignamente

Esta carta la escribió Rodolfo Walsh, para sus amigos supieran como fue la muerte de
su hija Victoria Walsh (Hilda su nombre de guerra en Montoneros).



CARTA A MIS AMIGOS
Rodolfo Walsh
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un
combate con las fuerzas del Ejército. Sé que la mayoría de aquellos que la conocieron
la lloraron. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran
querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero
también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejercito que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta
oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2º de la Organización
Montoneros, responsable de la Prensa Sindical, y su nombre de guerra era Hilda.
Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política
que combatieron y murieron con ella.
La forma en que ingresó en Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22
años, edad de su probable ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por
esa época empezó a trabajar en el Diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se
convirtió en periodista. El periodismo no le interesaba.  Sus compañeros la eligieron
delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario,
Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y
cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus  propios periodistas,
ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en
cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que
impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fué detenido a principios de 1975 y no lo vio
más. La hija de ambos nació poco después. EL último año de mi hija fue muy duro. El
sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación individual, a empeñarse mucho
más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se
volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo
su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios de sus
compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible
urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical que era su
responsabilidad.
Nos veíamos una vez por semana; cada quince días. Eran entrevistas cortas,
caminando por la calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos
planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en
silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos
fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedimos simulando valor,
consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada,
razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y
marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida,
la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que
procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que
en una guerra de esas características, el  pecado no era hablar, sino caer. Llevaba
siempre encima la pastilla de cianuro  -la misma con la que se mató nuestro amigo
Paco Urondo-, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la
barbarie.
El 28 de septiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años.
Llevaba en sus brazos a su hija porque en último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones largos que
siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros.
Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político
Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja.
He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo
amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque.
Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: "El combate duró
más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba, nos llamó
la atención porque cada vez que tiraban una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella
se reía."
He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había
tirado con ella, aunque conociera su manejo, por las clases de instrucción. Las cosas
nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente
para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa
ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los  adoquines, empezando por el coronel
Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza,
contenido por el fuego.
"De pronto  -dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se
asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo
ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón.
Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero
recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir.  -Ustedes no nos matan -dijo-,
nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y
se mataron enfrente de todos nosotros."
Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después
entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una
cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionada sobre esa muerte. Me he preguntado si mi
hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde
lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir
otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más
justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta,
hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte
sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace
de ella.
Esto es lo que quería decirle a mis amigos y lo que desearían que ellos transmitieran a
otros por los medios que su bondad les dicte.

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