2 de junio de 2010

Marcha de los chicos del pueblo

por Agencia Pelota de Trapo.
Mar del Plata, la ciudad que supo ser sueño de la pasión por la igualdad social y a la que le quedó el contradictorio mote de “la Feliz” fue testigo de un canto multiplicador. En el que se proclamó hacia todos los puntos cardinales la convicción de que sin trabajo no hay infancia. Y que sin la utopía de un país que verdaderamente sea para todos, los pibes seguirán estando cada vez más cercanos a la muerte que a la vida
El sonido de redoblantes y cajas imponía el ritmo. Asumía el rol de las antiguas llamadas uruguayas de los esclavos negros allá por el siglo XIX. Y se iba escuchando a cientos de metros con la fuerza de la primavera que irrumpe en pleno otoño en una ciudad que parecía adormecida, en medio de la llovizna pertinaz que amenazaba todo el tiempo.
“Carlitos nos va a proteger y va a hacer que no llueva”, decían un par de viejos militantes del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo y aludían a la figura del entrañable Carlos Cajade, hacedor de utopías y compañero de luchas e historias que -diría Alberto Morlachetti más tarde en su discurso- no debería haber sido enterrado sino sembrado. Y no llovió mientras se marchaba. No más que alguna lagrimita perdida del cielo.
Mar del Plata, “la feliz”, la playa que fue meca de los sectores más reconcentrados de la burguesía primero, para luego transformarse en destino obligado de las clases trabajadoras después de los años 40 y 50 era el escenario para el inicio de la campaña 2010 contra el hambre.
La cita estaba prevista para las 14.30 en los alrededores del monumento a San Martín. De a poco iban asomando las banderas, puestas como un arcoiris portador de esa alegría irrenunciable que genera la lucha.
Desde el trencito una vocecita cargada de infancia le cantaba a la vida como en las viejas propaladoras de barrio. “Por eso yo voy a marchar por Mar del Plata una vez más, contagiándole a la gente la alegría de luchar”, entonaba a capella y desataba sonrisas y ternuras.
Las organizaciones se iban acercando con sus ramilletes de cachorros por cada una de las calles que confluían en el monumento. Muchos llegaban sacudiéndose los resabios de arena. “Conocí el mar, conocí el mar”, decía un pibe de la Red El Encuentro, con la piel morocha y un par de mechas rubias entre los cabellos semi rapados. Una nena del interior bonaerense no podía despegarse de la emoción de haber visto un cangrejo sobre la arena humedecida por las aguas del océano.
Desde Bariloche, Río Cuarto, el tumultuoso conurbano, Olavarría, Luján, Mendoza… muchos se las habían arreglado para llegar con el tiempo suficiente como para el paseíto por la arena. Para enfrentar al mar con las miradas deslumbradas y desafiantes.
“Llegan, llegan cantando, llegan, llegan soñando, son los chicos del pueblo quieren vivir”, cantaba la voz desde los parlantes. “Defender la alegría, defender el amor, les cuesta la vida, sí señor…”.
A la cabeza de la marcha, el trencito. Luego, la enorme pancarta del Movimiento y más atrás, una hilera de chicos sosteniendo la bandera de “Ni un pibe menos. El hambre es un crimen” sobre sus cuerpos.
La avenida Luro cobijaba a los cientos de chicos y educadores en todo su ancho. Los marplatenses quedaban parados sobre las veredas, observando el paso de la vida que conquistaba cada centímetro del asfalto.
Una hilera de obreros del rubro de la carne, con los delantales manchados, hicieron un alto en su trabajo para mirar. Con la sonrisa desplegada se sorprendían ante el paso de los cientos de pibes con las pecheras reclamantes de dignidad que conquistaban por la fuerza las calles con la certeza de saberse en el camino justo.
Las gigantes marionetas de Pedro, el titiritero transhumante, se movían con destreza y contagiaban energía. Y una chica con rastas en el pelo hacía malabares mientras un par de pibes de la red El Encuentro danzaban con cintas por la avenida.
Cuatro globos se alzaban en el cielo hasta perderse con una bandera celeste y blanca que clamaba al mundo que “el hambre es un crimen”.
El escenario para los discursos se había previsto en la esquina del Sindicato de Luz y Fuerza. Exactamente en la esquina de 25 de Mayo y Olazábal. A un costado del escenario esperaba un enorme canasto con largos panes entrelazados. Símbolo más hondo del alimento sobre la mesa. De la comunión solidaria. De compañeros, palabra que desde su más antigua etimología alude justamente a la idea de compartir el pan.
La hermana Marta Garaycochea, del Centro Comunitario Nuestra Señora de Luján del barrio Las Heras, habló luego de la equidad y la vida. Fustigó la baja en la edad de imputabilidad. Y convocó al abrazo más que necesario en tiempos en que agobia la ausencia de derechos. Abrazos fuertes y profundos. Abrazos contagiantes de energía.
Los chicos de las distintas organizaciones cantaban y saltaban. “Olele, olalá, el hambre es un crimen lo vamos a parar”. Los rostros se iluminaban de esperanzas y de sueños.
Alberto Morlachetti centró sus palabras en la culpabilización cotidiana que se dirige hacia los pibes y en la necesidad de llevar a 300 pesos una asignación por hijo que debe, taxativamente, ser universal para acabar con el hambre. Recordó las batallas de Eva Duarte de Perón por llevar la edad de imputabilidad de 14 a 16 años, camino que busca ser duramente desandado por quienes se reivindican peronistas. Como el gobernador Daniel Scioli impulsor también de un endurecimiento cada vez más perverso de las leyes de la infancia.
Los panes luego se partirían en pequeñas porciones como símbolo del amor colectivo y solidario. La llovizna hizo un alto -tal vez escuchando los deseos de Carlitos Cajade- y entre murga y canciones la tarde marplatense iría llegando a su fin.
Mar del Plata, la ciudad que supo ser sueño de la pasión por la igualdad social y a la que le quedó el contradictorio mote de “la Feliz” fue testigo de un canto multiplicador. En el que se proclamó hacia todos los puntos cardinales la convicción de que sin trabajo no hay infancia. Y que sin la utopía de un país que verdaderamente sea para todos, los pibes seguirán estando cada vez más cercanos a la muerte que a la vida. Por eso, una y mil veces más: con ternura venceremos.

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