27 de noviembre de 2011

El esquema productivo bajo la lupa

Por Mariano Treacy.
Fuente: Marcha (www.marcha.org.ar)
Tras el asesinato de Cristian Ferreyra, militante del MOCASE-Vía Campesina, es pertinente un repaso económico del conflicto de la tierra y la expulsión de campesinos por la profundización del modelo sojero.

El problema del desplazamiento de las familias campesinas y de las comunidades indígenas que trabajan el suelo en pequeñas explotaciones no puede escindirse del proceso de extensión de la frontera agrícola. Esto responde a una necesidad creciente de concentración y centralización de la tierra que imponen la competencia internacional, los estándares de producción y los elevados precios relativos de los productos.
Lo que ocurrió la semana pasada en Santiago del Estero, en la comunidad de San Antonio, no es un hecho aislado sino que responde a una lógica de acumulación que se expresa en la necesidad de extender las fronteras agrícolas hacia regiones donde antes la producción era agronómicamente imposible y económicamente inviable, tanto por la tecnología disponible como por el nivel de los precios internacionales de esos productos. Como reflejo de esto, son también conocidos los casos de desmonte, expulsión y represión de campesinos y comunidades indígenas en Formosa, Chaco, Jujuy y Salta.
Actualmente, seis grandes exportadoras dominan todo el largo de la cadena de valor de la producción de soja y el 50% de las tierras están en manos del 2% de los propietarios. Por su parte, en los últimos 40 años la cantidad de productores se ha reducido a la mitad y únicamente en el Chaco la expansión de la frontera agrícola, que aportó empleo únicamente para 6 mil personas, desplazó a alrededor de 300 mil campesinos.
Esta expansión de la frontera agrícola y del monocultivo no tiene como único beneficiario al sector privado sino que se erige como uno de los pilares de la estructura tributaria. Los derechos de exportación aplicados aportan por año alrededor del 7% de los ingresos de las arcas públicas, elevándose en el 2010 a 7,065 millones de dólares.
Así, los ganadores y perdedores del modelo están claramente identificados. Los productores, pooles de siembra, exportadores y los proveedores del paquete tecnológico que incluye la semilla transgénica y el herbicida, en conjunto con el Estado nacional, se constituyen como los grandes ganadores de este proceso, mientras que los agricultores y peones rurales, las familias campesinas, las comunidades indígenas y las comunidades aledañas se ven perjudicadas tanto por la expansión de la frontera agrícola como por los efectos de los herbicidas y pesticidas empleados sobre el ecosistema. A su vez, el proceso de concentración y centralización del capital, signado por las ventajas en términos de costos y riesgos conseguidas gracias a la organización de la producción de soja a gran escala (los pooles de siembra), se traduce en la destrucción de los recursos naturales y en una mayor polarización social generada por la expulsión, el desarraigo y por la concentración de ingresos. Por último, la extensión del monocultivo margina la producción de otros cultivos que se consumen en el mercado interno, generando problemas de escasez de alimentos o de aumento de sus precios.
Para cumplir las metas estipuladas en el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial 2020 (PEA), que prevé el incremento de la producción desde las 99 millones de toneladas actuales a las 160 millones de toneladas de granos para el 2020, no habrá otra alternativa que continuar con la expansión de la frontera agrícola hacia territorios previamente ocupados e incrementar considerablemente, a su vez, la productividad por hectárea.
La primera vía llevará indefectiblemente a la agudización de los conflictos con las poblaciones campesinas y comunidades indígenas sustentadas en la pequeña producción y a la continuación de las políticas de deforestación indiscriminada. La segunda implicará seguir utilizando plaguicidas y herbicidas tóxicos, con la contaminación socioambiental que se deriva de su aplicación extensiva.
La época de convivencia “pacífica” con otras formas de producción, con la pasividad frente a la diversidad geográfica, económica y cultural, parece haberse terminado, y la pregunta es si quedan alternativas dentro del modelo para impedirlo.

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